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03 Junio 2018

Tu cuerpo es un templo sagrado


Nos han dicho que tenemos que ser mejores que nuestros compañeros, vestirnos de la manera en que la sociedad y la moda lo exigen, vivir como los otros quieren que vivamos, ser serios, maduros y acartonados, y proyectar la imagen física de un modelo importado. Hacemos grandes, y a veces vanos esfuerzos por tratar de seguir esos modelos para ser aceptados, reconocidos y valorados en nuestra sociedad. Es así como vemos personas que, teniéndolo todo, nunca están satisfechas y felices porque anhelan incansablemente lo que no tienen. No se aceptan ni se quieren a sí mismas por tener un pequeño defecto físico, una limitación, o más bien, una imagen distorsionada de la realidad.

Muchas personas se niegan por todos los medios a comprender que esa visión distorsionada es el resultado del virus del “qué dirán” con el que fueron contaminadas desde muy pequeñas, y no se dan cuenta de que al no despertar de su inconsciencia, sufrirán y vivirán amargadas, quizás por el resto de sus vidas. La única forma de cambiar esta percepción de la vida es abriendo la mente, escogiendo otro punto de vista y aprendiendo a reírnos de nosotros mismos, de nuestras debilidades y defectos, pues por más en serio que nos tomemos la vida, jamás podremos salir vivos de ella.

Cuando nos criticamos buscamos incansablemente todos nuestros defectos, fallas y errores, y los utilizamos solamente para lamentarnos y autodestruirnos; mientras que cuando nos autoevaluamos ya no somos parte del problema sino de la solución, pues la mente está dirigida a resolver los conflictos, analizar los hechos y buscar resultados.

Hace ya algunos años, caminaba haciendo uno de mis habituales patrullajes por las calles y alcantarillas de Bogotá, cuando de repente me encontré con una niña a la que lamentablemente, el fuego la había devorado.  Tenía la carita y una mano destrozadas, y había estado al borde de la muerte, pero el fuego no había podido arrasar su corazón, pues dentro de él brillaba la llama del amor. Era un ser de luz que se había distinguido siempre por el servicio a los demás, y que tenía una fe extraordinaria, sólo posible en quien ha sabido dar siempre sin esperar nada a cambio.

A través de los años, a Ruth se le hicieron  muchas cirugías plásticas. Era estremecedor ver a esta pobre e indefensa niña retorcerse de dolor, con su cuerpo inmovilizado que no le permitía ni hablar. Pero de todas formas, ella soportaba el dolor con una entereza digna de admiración, aunque en aquellos momentos yo me preguntaba si se justificaba tanto dolor.  Me censuraba a mí mismo por haber tratado de cambiarla.

A través de unos voluntarios extraordinarios y la ayuda de la Madre Teresa de Calcuta, pudimos cristalizar el sueño de darle a Ruth una familia sustituta, brindándole así la oportunidad de educarse y aprender a hablar perfectamente inglés, y de que recibiera la debida atención médica.

Ruth hoy en día trabaja para las Empresas Públicas de Medellín y tiene una hermosa hija de cuatro años, quien le ha brindado aún más alegría a su vida.                                                                                                                                                                                             

Y, a pesar de que Ruth tiene su carita quemada, entendió que  su verdadera fuerza estaba en su interior, y dice alegremente: “Yo tengo una mano para servir, un corazón para sentir amor y compasión por los demás y unos ojos para ver y apreciar las cosas lindas y simples que Dios y la vida me dan”.

Y entonces, yo me pregunto: ¿Cuántas personas viven amargadas, sufriendo y esclavas de la balanza y de la cantidad de calorías que consumen, sin poder disfrutar la comida, por el simple miedo de aumentar unos kilos, estar fuera de forma y no ser aprobadas por los demás, llegando hasta el punto de comer, meterse el dedo en la boca y vomitar?

Por eso, valora y aprecia tu cuerpo y dale el regalo del ejercicio diario y una buena alimentación, no para impresionar a los demás sino para que te sientas bien. Recuerda siempre sin importar si eres gordo, obeso o flaco, que tú eres un templo divino, donde habita Dios.