Al tomar conciencia de que infectamos nuestra mente con resentimientos y rencores, podemos empezar a hacer algo para detectar de dónde vienen y para dónde van, pues si no aprendemos a perdonar a los otros y a nosotros mismos, jamás en la vida podremos ser felices.
El punto de partida para erradicar el rencor es arrancarlo de la raíz, para así poder activar nuestros procesos creativos y lograr percibir toda una visión clara, sin esa nube de bacterias y virus que torturan, arrebatan y destruyen no sólo nuestra paz interior sino la de todos lo que nos rodean.
Luego de detectarlo y de acuerdo con los síntomas, debemos examinar en qué estado de incubación se encuentra para poder aniquilarlo y desarrollar un mecanismo efectivo de protección, que será nuestro antivirus.
En mi infancia era castigado continuamente y la mayoría de los castigos tenían como finalidad que, a través del temor y el condicionamiento, aceptara el virus y fuera como todos los otros, sin embargo, entendí que tenía la opción de escoger lo que quería hacer con mi propia vida, aceptando los virus y convirtiéndolos en antivirus que me fortalecían como vacunas. Así, a pesar de ser tan chico, comprendí que en la vida tenemos la oportunidad de escoger lo que queremos ser, hacer y tener.
Por aquella época, tuve que aprenderme las tablas de multiplicar pero no como todos los niños, que se las aprendían del 1 al 9, sino del 11 al 99, y cuando me equivocaba en alguna me dejaban mínimo otra media hora repitiéndola. Jamás me preguntaron las del 1, el 10 y el 100 porque eran demasiado fáciles. Fue así como en aquella época desarrollé mi pasión por las matemáticas y nunca he necesitado calculadora. De hecho me gradué como ingeniero geofísico y de petróleos.
Tenía que escribir en el tablero, con mi mano derecha, miles de frases como: “Soy un niño muy bueno, amoroso, paciente, calmado y muy servicial”, para que dejara de ser zurdo. De tanto escribirlo me lo creí y aprendí a escribir, a pintar y a hacer cualquier tipo de actividad con ambas manos.
Me sentaban en una esquina del salón de clase con un cartel blanco que decía: “Yo soy un burro” o “Soy un tonto que no entiende nada”, y todos los compañeros se reían de mí. Un día llevé al bobito del pueblo, lo entré al salón de clase y lo senté en mi esquina. Cuando la madre trató de expulsarlo se puso muy bravo y violento. Ella tuvo que suplicarme que lo sacara, muerta de miedo, y desde aquel día no nos volvieron a poner ese tipo de castigos. Lo lindo de todo eso fue que aprendí a reírme de mí mismo y entendí que no importa lo que hacen conmigo, sino lo que yo hago con mi propia vida.
Tenía que acompañar a los misioneros a trabajar un fin de semana en los barrios pobres. Eso sí fue lindo, porque ahí ratifiqué y entendí que mi misión en este mundo es servir con amor.
Me sentaban en el bosque de los pinos y debía quedarme allí solo, en silencio y sin moverme por tiempos prolongados, según la falta que me imputarán. Así aprendí el arte de la contemplación interior, la visualización creativa y la meditación; aprendí a escuchar esa voz interior que sale del corazón y a disfrutar plenamente de la naturaleza. Probablemente ésa es la razón por la cual todos los días subo a las cuatro de la mañana a meditar en la montaña, y espero a que llegue el momento mágico en que desaparece la última estrella y sale la luz, para descender trotando mientras disfruto el paisaje.
Me obligaban a ir a misa todos los días y a rezar el rosario, que en esa época se me hacía muy largo. Así aprendí que Dios no está solamente en una iglesia y que, por más que rezara el rosario, no iba a ser mejor persona a menos que le diera de comer al hambriento y de beber al sediento, le tendiera mi mano a quien la necesitara y reconfortará con mi palabra al desamparado.
Después de vivir éstos y muchos castigos más entendí que tenía dos formas de ver la vida: podía llenarme de resentimiento, rencor o afán de venganza y convertirme en una persona amargada, o podía elegir recordar sin dolor ni resentimiento y ver que todo pasa para nuestro bien, que no debemos resistirnos a nada, sino aceptarlo, porque aquello contra lo que luchamos nos debilita.
Y mi reflexión para ti hoy es: ¿Cuántas cosas que te sucedieron en el pasado, aún están vivas en tu mente y en tu corazón y cada vez que piensas en eso, vuelves a sentir ira o rabia, como si acabara de suceder? Revisa bien, porque ese resentimiento es precisamente lo que te puede enfermar y no te deja ser feliz. Es hora de liberar, sanar y dejar el pasado atrás, agradeciendo lo que tienes hoy y no sufriendo por lo que sucedió; eso ya no lo puedes cambiar, pero sí puedes cambiar la forma en que mires eso que pasó.
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