Hoy, cuando ya pasó el gran susto y el peligro de muerte, cuando me doy cuenta una vez más con gran asombro de nuestra fragilidad y veo que nuestra seguridad, a la que tanto nos aferramos y con la que tanto nos desgastamos no existe, porque tarde o temprano partiremos a la eternidad, sólo puedo darle gracias a Dios por haberle dado a mi hija Alejandra una nueva oportunidad.
Ella nunca imaginó al levantarse, que en aquel día soleado, tranquilo y hermoso podría llegar a suceder aquello que sólo estaba acostumbrada a ver en películas de terror, donde lo único que se nos ocurre pensar, es que gracias a Dios no somos los protagonistas. Pero ese día, que quedará guardado dentro de sus recuerdos por siempre, como la pesadilla que nunca debió haber sucedido, le mostró que todos somos vulnerables y podemos ser víctimas de la maldad, fruto de la inconsciencia del ser humano.
Mientras Alejandra vivía esta pesadilla, yo me encontraba disfrutando una de mis sesiones de meditación, y nunca imaginé que ella estaba siendo presa de un ataque vil y aterrador, donde no sólo la amarraron, golpearon y amordazaron, sino que le hicieron cuatro heridas con un cuchillo de sierra en su cara, cuello, mano y pierna derecha, mientras estaba mostrando una de las casas de nuestra fundación, a unas personas que decían estar interesadas en comprarla. Los atacantes, finalmente la dejaron muy herida y golpeada, encerrada en un cuarto de la casa, mientras abandonaban rápidamente el lugar, robándose su carro y sus pertenencias.
Físicamente impedida y aún llena de miedo de pensar que los maleantes podían regresar, se arrastró durante 15 minutos hasta llegar a la puerta principal de la casa, y por un vidrio roto comenzó a tratar de gritar para que alguien la ayudara. Las personas que pasaban por allí, la podían ver arrodillada, amordazada e indefensa, pero llenos de miedo e indiferentes, seguían de largo. Finalmente, sólo un vecino se apiadó y llamó a la policía, la rescataron del lugar y la llevaron en la patrulla hasta una de las sedes de la Fundación Niños de los Andes.
Cuando escuché por el teléfono la voz entrecortada y temblorosa de mi hija, pero en medio de todo calmada, para no matarme del susto, explicándome que la habían atacado, que estaba herida, sangrando profusamente y le habían robado el carro, salí inmediatamente a interceptarla en el camino para llevarla hasta la clínica.
En ese momento, llegaron a mi miles de pensamientos, imaginando si su carita iba a estar desfigurada, si podría quedar inválida, si su espíritu se iba a arrugar después de esto; en fin fueron instantes salvajes, donde cada vez que hablaba con ella sólo me preguntaba dónde iba, cuánto me faltaba para llegar y yo, metido en el tráfico infernal de Bogotá, sólo acataba decirle que ya estaba llegando, que resistiera!
Finalmente llegamos a la Clínica del Country, donde le hicieron las respectivas curaciones antes de entrar a sus cirugías plásticas en la cara, el cuello, la mano y la pierna derecha.
Cuando observaba a mi niña retorcerse del dolor en urgencias, sólo le podía dar gracias a Dios por haberme permitido estar allí y ver que aquellos seres tan oscuros no pudieron apagar la vida de esta mujer de 28 años, que está llena de sueños e ilusiones. Y mientras la acompañaba, le preguntaba a Dios y reflexionaba hacia mi interior: ¿Por qué le pasó esto a ella y no a mi? ¿Por qué, si toda mi vida la he dedicado a ayudar de manera incondicional a todos estos seres que viven en la oscuridad, y mi hija que está en ese mismo camino, nos tenía que pasar esto? ¿Por qué trataban de truncarle sus sueños? ¿Qué tenemos que aprender de esta lección?
Hoy, después de haber estado auto observándome en silencio, encuentro que esto fue una prueba más en nuestro camino, para poder evolucionar y trascender el miedo. Y ahora, que mi espíritu golpeado comienza a retornar nuevamente a su centro, a su ser, le doy gracias a Dios porque aún tengo el privilegio de poder ver esa chispa Divina e inocente en los ojos de mi hija; la fortuna de poder ver su sonrisa pura, descomplicada y amorosa; la alegría de poderla mirar a los ojos y decirle cuánto la amo y la oportunidad de poder darle una voz de aliento, para que a pesar de que hayan querido acallar su voz y extinguir el fuego de la pasión por la vida y el servicio incondicional a los demás, continúe su camino, y a través del amor y el perdón, logre que las huellas rencorosas de ese puñal asesino que quedarán marcadas en su cuerpo por el resto de su vida, puedan ser borradas de su mente y de su espíritu para siempre.