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16 Octubre 2018

La importancia de actuar hoy


En nuestros países, donde la pobreza abunda, nos hemos acostumbrado al dolor de los otros. Lentamente el corazón se endurece y el espíritu se encoge. Generalmente no queremos hacer nada por los demás, ni adquirir ningún tipo de compromiso que nos ate a una situación de dolor, y si ayudamos es con unas cuantas monedas, pero no queremos que vuelvan a pedirnos. En medio de nuestra rutina de egoísmo, competencia, insensibilidad, ansiedad de poder y falta de compasión, nos paralizamos y no actuamos, atribuyendo despectivamente a otros la responsabilidad por nuestra pereza, apatía o inercia; incapaces de entender que para el mundo entero quizás seamos unos desconocidos, pero para ese ser humano que nos necesita somos su mundo y su gran oportunidad.

Pensando egoístamente en el día en que se puedan volver a usar. De esta manera perdemos la oportunidad de ayudar a un ser humano, que puede necesitar desesperadamente las cosas que en ese lugar se inutilizan y deterioran.

En una ocasión, antes de dar inicio a mi sección diaria “Semillas para el espíritu”, del programa Muy buenos días, me dijo Jota Mario, el presentador: “Papá Jaime, hay una niña discapacitada, que vive con su tía en un tugurio, en condiciones infrahumanas, y necesita una silla de ruedas”. Ese día conté el caso de esta niña y hablé de la importancia del servicio amoroso y de dar sin esperar retribución. Recuerdo haber dicho enfáticamente que aquellas cosas que no utilizamos durante más de 6 meses, ya no son nuestras y, por lo tanto, deben darse a alguien que las necesite. Expliqué con claridad que los cuartos de san Alejo, donde se guardan cobijas, herramientas, cuadros, bicicletas, etcétera, no deberían existir.

Al final de mi sección llamaron alrededor de cien personas, 99 de las cuales dijeron que también necesitaban silla de ruedas, y sólo una señora ofreció una silla que podían pasar a recoger. Le dije que sería una buena idea que ella fuera con la silla al estudio de televisión,  para que juntos se la entregáramos a la niña, que vivía en el barrio Simón Bolívar. La señora me respondió que confiaba en mí, que no había problema en que recogieran la silla  y yo le comenté que no era cuestión de confianza, sino de sentir la satisfacción de entregarla personalmente: “Yo quiero que usted me acompañe y experimente el placer tan grande que es dar y la felicidad que se siente al servir. Usted no se imagina, ni tiene  la menor idea de lo rico que es experimentarlo”. Le expliqué entonces, que una cosa es conocer a fondo una manzana, su textura, su color y su forma, y otra meterle un buen mordisco y experimentar su sabor. Después de esto ella accedió y nos fuimos al cerro del Ahorcado, en Ciudad Bolívar, al que algunas veces la gente sube, para colgarse de un árbol debido a la desesperación.

El alcantarillado iba por fuera y rodaba por un canal enclavado en la pendiente. Al sentir el frío y la podredumbre del ambiente, la señora quiso devolverse, pero finalmente llegamos al cuarto oscuro y denso, donde se encontraba aquella criatura de doce años, que según nos contaron, sus senos incipientes estaban totalmente estropeados por los callos y las llagas, pues llevaba gran parte de su vida arrastrándose por el piso,  como una culebra. Al levantarla de la cama, sentí un olor peor que el de las alcantarillas. Entonces la sentamos en la silla de ruedas y fuimos a dar una vuelta. En cuanto la niña salió a la luz del sol y vio la montaña empezó a dar unas risotadas exageradas. Por un momento creí que era retrasada mental, pero lo que sucedía realmente era que nunca había salido a dar un paseo y en pleno año 2003 no había visto un bus. Continuamos nuestro paseo hasta llegar a una esquina donde nos dijeron que preparaban un asado muy rico y decidimos probar. Mientras comíamos, la señora lloraba y lloraba. Le pregunté entonces por qué lloraba tanto y me respondió: “Papá Jaime, usted no tiene la menor idea del motivo por el que estoy llorando”.  Le dije que, en efecto, ella debía sentirse feliz al hacer tan buena obra por aquella niña. Y entonces me miró y me dijo con la voz entrecortada: “Lloro. Papá Jaime, porque tuve esta silla de ruedas en el garaje de mi casa por más de ocho años. Lloro de pensar, que esta niña se arrastró como una culebra durante todos estos años, mientras esa silla se oxidaba y dañaba por falta de uso. Ella nunca pudo dar un paseo como el que está dando ahora. Lloro por las oportunidades que tuve para ayudar a otros y por no haber hecho nada”.

Así pues, el dolor se produce cuando no actuamos. Por eso, si realmente quieres que nuestra Colombia sea lo mejor de lo mejor, busca la fuerza que está en tu interior, déjate guiar por tu corazón y saca del cuarto de San Alejo todo lo que no has utilizado en un año, porque no te pertenece, y compártelo con los demás. Actúa inmediatamente, para que cuando pase el tiempo y se acerquen tus últimos días, no te arrepientas de lo que has dejado de hacer. Recuerda que envejecer es obligatorio, pero crecer es opcional.