Ni tus peores enemigos te pueden hacer tanto daño como tus propios pensamientos.
Los diferentes estados de conciencia de todos los seres son influidos por dos fuerzas: el amor y el temor, grandes opuestos universales. Todos nuestros pensamientos, ideas, intenciones, emociones, sentimientos, deseos, fuerzas volitivas y acciones están directamente condicionados por una de estas dos fuerzas. Increíble pero cierto: no existe ninguna otra opción, pero afortunadamente tenemos el poder del libre albedrío que nos otorgó Dios para elegir entre cualquiera de las dos.
Aún recuerdo cuando era niño y estudiaba en un colegio de monjas, donde era castigado por diferentes motivos. Pero lo más grave en esa época, era ser zurdo, razón por la cual me decían que era hijo de Satanás y que “el Coco” me iba a comer en la noche si no empezaba a escribir con la mano derecha. Igualmente me golpeaban con una regla en la mano izquierda para que dejara de escribir con ella. Cuando sonaba la campana y todos salían felices para su casa, la madre superiora me conducía al patio del colegio y me obligaba a parar frente a un gran perro amarrado con una cadena. Se llamaba Leal y aún recuerdo sus ladridos, sus ojos penetrantes, sus grandes colmillos y todo lo que hacía para intentar morderme. De tanto repetir el castigo con el perro, comencé a llevarle pan y mojicón y nos hicimos amigos rápidamente.
Una tarde, mientras observaba a todos los niños jugando en el patio desde mi sitio de castigo, decidí soltar al perro, que corrió directamente hacia donde estaba la madre que más me castigaba, la mordió en el trasero. En medio de la confusión, entré con mis amigos de primaria a Clausura, un sitio prohibido para los estudiantes donde había una despensa llena de frutas, galletas, tortas, obleas y vino de consagrar.
Salimos felices con nuestro botín y lo repartimos entre las familias que vivían en los alrededores del colegio en condiciones infrahumanas.
Desde esa época me llamó la atención el contraste entre la riqueza y comodidad de mi colegio, y la miseria y desesperación de esos niños que vivían a escasos metros. Me acuerdo perfectamente de la felicidad, los gritos y las carcajadas de todos mis compañeros al ver cómo aquellos niños devoraban rápidamente la merienda. Ellos nos preguntaban inocentemente cuándo íbamos a volver. Desde esos momentos ya vislumbraba cuál iba a ser mi misión en este mundo.
Gracias a estos castigos tuve la oportunidad de escoger. Decidí vivir en el estado de conciencia del amor y no del temor, que es el virus. Encontré naturalmente la manera de transformar y reemplazar los pensamientos de temor por pensamientos creativos, alegres y renovadores, para convertir los problemas en oportunidades. Fue así como elegí arriesgarme a actuar con coraje. Desde aquel instante mi vida cambió: aprendí a disfrutar de todo lo que pasaba a mi alrededor, y esto me motivó a visitar de nuevo a aquellos niños y niñas que llenaron de plenitud, amor y felicidad mi infancia, dándole sentido a mi vida y a la de algunos compañeros de colegio.