A sus 11 años, Carlitos, en medio de la angustia, la soledad y la tristeza, trataba de sobrevivir en un mundo cruel, lleno de indiferencia y violencia. A la entrada de una iglesia, recostado en unos cartones viejos y cobijado con unos costales húmedos y sucios, recordaba con nostalgia la época en que asistía allí con sus padres, supuestamente unos fieles muy devotos, que alardeaban de formar una familia amorosa donde reinaban la armonía y la paz.
Acudían a su mente aquellos recuerdos desagradables cuando su padre llegaba borracho a casa, gritando, insultando y maltratando a su madre y a todos sus hermanos. Esta situación se repetía prácticamente todos los días. Su padre descargaba toda la ira sobre él, cuando trataba de defender a su mamá. Después de las palizas que les propinaba el papá, ella prendía una veladora y se arrodillaba a rezar ante un Cristo viejo y oxidado para mitigar su dolor. Les pedía a los niños que tuvieran fe y que rezaran mucho, ya que Dios lo iba a cambiar todo.
Al ver que las cosas en su casa empeoraban cada día, Carlitos decidió escapar, con la esperanza de encontrar la paz y la tranquilidad que tanto anhelaba. Sin tener a donde ir, comenzó a recorrer la calle. Allí conoció a otros muchachos que le brindaron una mano, acogiéndolo en “su gallada”. Al poco tiempo de estar en la calle, comenzó a experimentar los golpes de la violencia y a sentirse desechado, rechazado y despreciado por la sociedad. Fue así como Hugo, su amigo, lo introdujo en el oscuro mundo de las alcantarillas, donde supuestamente no habría persecución y maltratado, y donde encontrarían la deseada paz.
Después de un tiempo de vivir en aquel infierno, vio como sus compañeros eran asesinados uno a uno por los llamados “grupos de limpieza social”. Solo y desesperado, sin saber qué hacer, recordaba cuando su madre le decía que en la iglesia encontraría la paz. Entonces, decidió ir a aquel lugar sagrado. Carlitos se llevó una gran sorpresa al ver que el hombre santo que predicaba el amor y la compasión, y al que sus padres tanto admiraban, lo despreció y lo echó de la casa de Dios. Por eso, sentado allí, a su escasa edad, con una veladora prendida que se había robado del templo, pedía a Dios que le ayudara a conseguir, aunque fuera por una sola noche, la paz en su corazón.
¿Cómo queremos entonces lograr la tan anhelada paz, si nuestros hijos están observando y viviendo todo lo contrario en los hogares? ¿Cómo puede haber paz si nuestros corazones están endurecidos, llenos de egoísmo e indiferencia?
A través del tiempo, mucho se ha debatido sobre la importancia de conseguir la paz. El tema se ha convertido en un cliché, y es el punto central de miles de conversaciones alrededor del mundo. Es el tema preferido de políticos, empresarios, amas de casa, reinas de belleza. Se les escucha decir: “Vamos a trabajar por la paz del mundo, de mi país, de mi empresa, de mi familia”, poniendo énfasis en un trabajo exterior, donde se aplican técnicas en la supuesta resolución de conflictos, en mesas de trabajo donde se habla de reconciliación, en reconocimiento y aceptación de culpas, en el uso del miedo para manipular y conseguir resultados momentáneos, etc.
Cada conflicto, grande o pequeño, tiene características especiales y diferentes, dependiendo de los comportamientos, situaciones y formas de ver el mundo, que hacen que la resolución de dichos conflictos se convierta en algo casi imposible de manejar.
Mientras continuemos tratando de conseguir la paz, mirando inconscientemente hacia el exterior, el esfuerzo realizado resultará inútil. Sería como pretender echar toda el agua del océano en un vaso.
¿De qué sirven las marchas, manifestaciones, palomas blancas y símbolos trillados que hablan de la paz, si no hay un verdadero despertar de nuestra conciencia interior? Es lo mismo que cuando un papá habla constantemente de paz, pero insulta a su esposa, maltrata a sus hijos, desprecia a sus empleados, no maneja la tolerancia, actúa violentamente y explota fácilmente ante situaciones imprevistas. Revisa siempre tus acciones para que los demás no tengan que hablarte más fuerte, ya que ellas no dejan escuchar lo que estás diciendo.
Debemos resolver el problema en un estado de consciencia superior al estado en el que fue creado. Mucha gente desconoce que a través del silencio, la contemplación y la autobservación, podemos descender al interior de nuestro ser para despertar nuestra conciencia y así poder realizar un cambio real hacia la paz. Debe haber coherencia entre pensamientos llenos de paz, palabras que promuevan e inspiren paz y acciones llenas de amor y paz. Una vez se logre esta coherencia, la paz fluirá y emanará de nuestros corazones, al igual que una rosa que abre sus pétalos y esparce su fragancia por doquier, sin importar quien esté a su alrededor.
Analiza cómo está tu corazón hoy, cómo estás actuando y cómo está tu nivel de conciencia.
Para lograr una paz global y real, primero debes lograr tu propia paz interior.