Han pasado más de 30 años desde el momento en que por primera vez conocí el oscuro mundo de las alcantarillas y sus habitantes. Aún recuerdo a aquella linda niña que me guió con su velita hasta ese infierno viviente, lleno de excrementos humanos, ratas y olores nauseabundos. Desde ese momento mi vida tomó otro giro, ya que a pesar de haber ayudado a muchos niños de la calle con anterioridad, esta problemática tan salvaje e inhumana atrajo toda mi atención y energía.
Comencé a utilizar el poder de la imaginación y la creatividad para luchar por una causa que hasta ese momento estaba en el limbo. Lo que más me impresionaba de toda esta situación, no era el dolor, el frío y la miseria de quienes vivían allí, sino la indiferencia social, la insensibilidad y el rechazo de toda la gente buena que pudiendo hacer algo decidían no hacerlo. Arranqué entonces a pesar de no conseguir apoyo ni siquiera de mis mejores amigos, a tratar de ayudar a cada niño, siempre con la misma filosofía de no dar el pescado sino enseñar a pescar.
La mayoría de la gente me decía que estaba loco y que esa era una obra que la deberían hacer los curas o el gobierno. Me decían que no perdiera el tiempo en eso porque no iba a poder jamás cambiar el problema tan grande que existía. A pesar de estas y miles de críticas más continué con mi propósito. No me importaba si ayudaba a uno o a mil, lo único importante para mí era que a esa niña o a ese niño al que le daba esa esperanza y ese apoyo pudiera encontrar su propia luz en medio de la oscuridad. Recuerdo perfectamente que nunca tuve ninguna expectativa de rescatar a miles de niños, ya que siempre pensaba que para el mundo entero yo era simplemente un desconocido, pero para ese ser humano al que yo le estaba brindando mi apoyo, mi luz, mi amor o mi abrigo yo era todo su mundo.
He tenido miles de vivencias espectaculares muy contrastadas que van desde la profunda tristeza y melancolía hasta una gran satisfacción, dicha y alegría. Recuerdo especialmente cuando en una terrible ocasión en que nuestra querida Colombia estaba sufriendo los golpes de la violencia en todas sus formas y recibí una llamada de uno de los niños de la calle. Estaba aterrorizado y me informó que habían puesto una bomba de alto poder en la alcantarilla donde vivían varios muchachos.
De inmediato me desplacé a aquel lugar. Debido a la explosión, las aguas negras y el humo estaban supremamente fuertes, pero con la ayuda de la defensa civil y los bomberos bajé a la alcantarilla a tratar de buscar a los niños que vivían allí. Al constatar que las paredes se habían derrumbado, comprendí que los niños habían muerto.
Desconsolado y triste porque ni siquiera pude saber qué había pasado con ellos, subí por medio de una cuerda que los bomberos sostenían, pero como había tanto gas tóxico, al llegar a la superficie me sentí muy mareado y la cabeza me daba vueltas, como si estuviera bajo los efectos del alcohol.
El personal de la cruz roja inmediatamente me trajo oxígeno, y me recostaron en el andén. Justo en medio de aquella desolación, confusión y amargura, con las sirenas y los pitos anunciando la muerte, acostado en el andén y rodeado de pedazos de cadáveres incinerados, y sintiendo la mas inmensa tristeza que había sentido en toda la vida, apareció ante mis ojos mi hijo Esteban. Venía a traerme el regulador, el tanque de oxígeno y el traje de caucho, es decir, todo mi equipo de alcantarilla. De inmediato se le acercaron las autoridades, bastante irritadas porque Esteban se había pasado el cordón de seguridad sin autorización. Así que le preguntaron quien era, por qué estaba allí y por qué había entrado sin autorización. De pronto escuché la voz de mi hijo, quien con tono fuerte y resuelto les contestó: “Yo…yo soy el sucesor y él… él es mi papá”. Al escucharlo se me llenaron los ojos de lágrimas y sentí algo que nunca antes había sentido: era la prolongación de mi existencia. En ese momento entendí que el cielo estaba aquí en la tierra.
Este sentimiento lo vine a tener una vez mas años más tarde cuando me celebraron de sorpresa mis 50 años de vida en la Fundación Niños de los Andes, cuando tuve ante mis ojos a cientos de niños y niñas que ayudé, convertidos en felices padres o abuelos. Mi emoción fue muy grande al ver a tantas generaciones llenas de amor y esperanza compartiendo no solamente conmigo, sino con la Pata, mis dos hijos Esteban y Alejandra y todo el equipo humano que ha estado siempre soportándome a través de todos estos años. Fue un sueño hecho realidad.
Por eso cuando alguien se acerca a mi preguntándome cómo hacer para ayudar, mi consejo siempre será el mismo: “Arranca hoy sin mirar a quien y sin esperar recibir nada a cambio. Puedes hacerlo con un niño, una niña, un anciano, un mendigo, un enfermo, un discapacitado o inclusive con un miembro de tu familia que necesite de tu apoyo. Lo importante es arrancar, no quedarse en grandes proyectos, planeaciones y presupuestos, ya que un propósito sin acción es solo una ilusión”.
Y recuerda esto por siempre: “Lo que tu guardas o atesoras fácilmente lo puedes perder, pero todo lo que tu das a los demás jamás lo perderás porque siempre lo llevarás en tu corazón.”
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