SERVICIO
27 Junio 2016

Antes de juzgar, podemos empezar a servir


En nuestro afán por atesorar más riquezas, nos olvidamos de servir

Los niños que viven en la calle tienen que soportar las inclemencias del tiempo. Para comer tienen que robar, y para robar se tienen que drogar, en un círculo vicioso que parece una pesadilla. Son noches enteras a la espera de un pedazo de pan, de una mano amiga. Es un frío en el alma, un resentimiento total, una desesperación única. Nunca es de día, nunca amanece, las noches son inacabables, siempre a la espera de qué vendrá, en un ciclo infinitamente largo.

Es increíble la tortura a que están sometidas estas pequeñas almas, estos angelitos que es lo único que han hecho es haber nacido sin un padre, sin una madre que los hayan querido. Porque estos niños no fueron fruto del amor sino el resultado de la irresponsabilidad, el abuso y la violencia. Fueron niños que cuando se encontraban en el vientre de su madre lo único que soportaron fue frío, humedad, desesperación, falta de afecto… noches enteras de sufrimiento. Desde entonces, ya estos niños traían el estigma del rechazo y el abandono.

 

 

Por desgracia estos ángeles de Dios llegan a la vida en contra de lo que sus padres hubiesen querido. Y es muy dura la marginación a que se ven sometidos cuando comparten la calle con los transeúntes, pues son blanco casi permanente de miradas despectivas. Ustedes se pueden imaginar lo que es un hogar para estos niños: quizás una caja de cartón o una alcantarilla; es un purgatorio ambulante lleno de sorpresas.

Cuánto no darían estos niños por unas palabras dulces, por una mano amiga que se les acercara y les mostrara una luz al final del túnel.

Lo triste es que muchos de ellos no conocen otra cosa que el rechazo. Pasamos apurados a su lado y nuestra mirada, más que compasión, muchas veces refleja el juicio y señalamiento, pues cuando juzgamos somos inclementes. Dios no juzga, nosotros sí. Vemos a una mamá con unos niños en la calle, pidiendo limosna - porque si no lo hace se muere de hambre - y a pesar de ver a esos niños expuestos al hambre, al frío y a la desesperación, nos resulta más fácil decir: “Vieja malagente, vieja degenerada, ¡cómo explota a los niños!”

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Comprendamos que cada persona tiene su propia vida, su propia aventura. Si una señora está en la calle en esas condiciones infrahumanas, no es porque quiera que sus hijos aguanten hambre: no hay ninguna mamá que sea tan mala. Son las circunstancias las que la obligan a tratar de sobrevivir en un mundo lleno de violencia, terror, maltrato infantil y odio hacia ciertas clases sociales.

En lugar de juzgar, podemos detenernos y compartir un pedazo de pan, una mirada de cariño con ese niño, con esa señora, con esa familia.

Podemos buscar la forma de que esa señora pueda conseguir una manera de mantenerse o un empleo, y algún lugar para que pueda sobrevivir en condiciones menos injustas. Duele ver cómo, en nuestro afán por conquistar, por atesorar más riquezas, más cosas, más beneficios para nosotros, nos olvidamos de servir. Y eso nos distancia enormemente del camino de la vida.