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16 Marzo 2018

Antes de juzgar a los demás, mírate a ti mismo


A través de la vida nos encontramos con personas en cuya conversación todo es crítica, comentarios destructivos, inconformidad y desaliento; personas que crean en nosotros un sabor amargo y negativo, y no nos dejan ninguna enseñanza. Si inconscientemente les seguimos el juego y nos volvemos partícipes de esa conversación, terminaremos al final del día cargando toda esa energía negativa, ese temor en nuestros corazones, y contaminaremos a todas las personas con quienes nos encontremos. Así se van formando grupos de inconsciencia colectiva, que se multiplican y destruyen a su paso a muchos seres inocentes que caen en sus juicios.  Por eso hoy quiero plasmar en este artículo, una experiencia real y conmovedora que me hizo reflexionar profundamente sobre estas actitudes inconscientes, que nos llevan a juzgar implacablemente a los demás, sin tener la menor idea de lo que realmente está sucediendo en el interior de cada ser humano.

Una noche de pertinaz llovizna bogotana, cerca de las once de la noche, iba en mi auto cuando en un semáforo se me acercó al carro un niño de escasos trece años y me dijo: “¿Señor, me podría comprar unos dulces? Tengo diez hermanitos y si no les llevo dinero se van a morir de hambre”. En aquel instante lo juzgué en forma implacable pensando que era un engaño, y además miré alrededor para encontrar a la madre o al padre explotador. Creí que se encontraban escondidos, quizás tomándose una cerveza cómodamente en algún bar cercano. Sin embargo, cuando miré al niño directo a sus ojos, pude ver su desesperación y su miedo; además, en el tono de su voz se sentían el dolor y el frío que padecía no sólo en su cuerpo sino en su alma. Entonces le dije que se subiera a la camioneta y de la parte de atrás tomara un saco para que se abrigara.

El niño se subió rápidamente y tomó un saco de lana gruesa que le llegaba hasta las rodillas; las mangas le cubrían las manos y todavía sobraba un pedazo. Le dije que ése le quedaba grande, que se pusiera uno más pequeño; pero ya había cogido el de cachemir inglés grueso, así que se lo remangó y se lo subió hasta la barriga. Luego me miró a los ojos fijamente y me dijo que le quedaba bueno. Yo no pude más que sonreír y le dije que sacara también otro más pequeño. De inmediato se puso dos sacos de menor tamaño, y sobre ellos, el gigantón de cachemir.

En aquel momento me dirigía hacia un restaurante de comidas rápidas abierto 24 horas, a comer un pincho de res y una mazorca con queso derretido. Le pregunté al niño, que se llamaba Mauricio, si quería comer algo. Sus ojos se encendieron de felicidad y me dijo: “¡Claro que sí!”. Se comió la mazorca de un tirón, el pincho desapareció como en una pasada de cepillo de dientes, y el refresco se lo tomó de un solo golpe. Al terminar se quedó mirándome e inclinó ligeramente su cabeza a un lado, como diciendo: “¿Será que puedo repetir?”. Le pregunté si había quedado con hambre. Obviamente me dijo que sí, y repitió de todo. Luego empezó a temblar y a decir que tenía mucho frío. En ese instante lo juzgué de nuevo: ¿cómo era posible que tuviera frío si acababa de darse tremenda comilona, tenía tres sacos puestos y estaba dentro de la camioneta? La verdad era que el niño tenía fiebre, pues estaba resfriado.

Me contó que vivía en el barrio Lucero Alto, en Ciudad Bolívar (una de las zonas más pobres de Bogotá). Le pregunté cuánto se demoraba en llegar allí y me respondió: “Depende. A veces cinco, seis u ocho horas porque me voy a pie para ahorrar lo del transporte”. En aquellas correrías nocturnas ya lo habían perseguido, atracado y violado. Me ofrecí a llevarlo hasta su casa en Lucero Alto, pero cuando llegamos a los alrededores del barrio le pregunté hacia dónde debíamos seguir y me dijo que él no vivía ahí. En aquel instante lo volví a juzgar, y le pregunté disgustado por qué me había engañado. Me contestó: “Lo que pasa es que yo vivo en la cima de la otra montaña”. Tuve que ponerle la doble transmisión a la camioneta para subir hasta allá.

Al llegar me señaló un tugurio de latas justo al borde del barranco. Quitamos la puerta, pues era removible, y al entrar me di cuenta de que no tenían agua pero sí luz y televisión, obviamente pirateadas. Con gran sorpresa vi a una señora cómodamente acostada sobre unos colchones, rodeada por un montón de niños y niñas en una atmósfera recalcitrante a orina. Saludé a la señora y le pregunté cómo estaba. Ella, con una gran sonrisa, me respondió que se encontraba muy bien gracias a Dios, a la Vírgen y a unos ángeles cuyos nombres no recuerdo. Cuando miré la escena, pensé juzgándola: “¡Qué tal la descarada! Cómo no va a estar bien ahí acostada viendo televisión mientras su pequeña criatura trabaja toda la noche”.

La señora me preguntó si yo era papá Jaime, y comentó que siempre me veía en el programa de televisión Muy buenos días. De nuevo la juzgué diciéndome: “¡Es increíble! ¡Vieja descarada, manipuladora, abusadora e irresponsable! Se la pasa viendo televisión mientras su hijito trabaja”. Me pidió que me acercara a explicarle el ejercicio del perdón, pues en el programa me había escuchado decir que perdonar no es olvidar, sino recordar sin dolor. Le pregunté a quién quería perdonar y ella me contestó: “¿Ve a esa niña de trenzas que está allí? Pues bien, su padrastro intentó abusar de ella y cuando me interpuse en su camino, me levantó del piso, me tiró contra la pared y caí de espaldas en la esquina de una mesa. Desde ese día quedé paralítica”.

En aquel instante entendí las dos lecciones que Dios y la vida me daban. Primera: todas las veces que juzgué estuve equivocado,  y segunda: ¿cómo era posible que una persona en esas condiciones me pudiera responder sonriendo que estaba muy bien gracias a Dios, a la virgen y a aquellos ángeles, mientras nosotros nos quejamos por los altos impuestos, el mal clima, por no tener televisor de pantalla plana y ropa de marca? Generalmente nos preocupamos por lo que falta en vez de disfrutar lo que tenemos.   Antes de juzgar recordemos siempre estas grandes lecciones y este testimonio, porque cuando apuntamos con el índice para juzgar a los demás, tres dedos apuntan hacia nosotros a manera de triple recriminación como diciendo: “¿Y tú qué has hecho?”.

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