Han pasado más de 30 años desde el momento en que por primera vez conocí el oscuro mundo de las alcantarillas y sus habitantes. Aún recuerdo a aquella linda niña que me guió con su velita hasta ese infierno viviente, lleno de excrementos humanos, ratas y olores nauseabundos.
Desde ese momento mi vida tomó otro giro, ya que a pesar de haber ayudado a muchos niños de la calle con anterioridad, esta problemática tan salvaje e inhumana atrajo toda mi atención y energía. Comencé a utilizar el poder de la imaginación y la creatividad para luchar por una causa, que hasta ese momento estaba en el limbo.
Lo que más me impresionaba de toda esta situación, no era el dolor, el frío y la miseria de quienes vivían allí, sino la indiferencia social, la insensibilidad y el rechazo de toda la gente buena que pudiendo hacer algo decidían no hacerlo. Arranqué entonces a pesar de no conseguir apoyo ni siquiera de mis mejores amigos, a tratar de ayudar a cada niño, siempre con la misma filosofía de no dar el pescado sino enseñar a pescar. La mayoría de la gente me decía que estaba loco y que esa era una obra que la deberían hacer los curas o el gobierno. Me decían que no perdiera el tiempo en eso porque no iba a poder jamás cambiar el problema tan grande que existía. A pesar de estas y mil críticas más, continué con mi propósito. No me importaba si ayudaba a uno o a mil, lo único importante para mí era que a esa niña o a ese niño al que le daba esa esperanza y ese apoyo pudiera encontrar su propia luz en medio de la oscuridad.
Recuerdo perfectamente que nunca tuve ninguna expectativa de rescatar a miles de niños, ya que siempre pensaba que para el mundo entero yo era simplemente un desconocido, pero para ese ser humano al que yo le estaba brindando mi apoyo, mi luz, mi amor o mi abrigo, yo era todo su mundo.
Fue así como hace unos años, cuando me celebraron de sorpresa mis 50 años de vida en la Fundación Niños de los Andes, entendí perfectamente que el cielo estaba aquí en esta tierra, cuando vi ante mis ojos a cientos de niños y niñas que ayudé convertidos en felices padres o abuelos.
Mi emoción fue muy grande al ver a tantas generaciones llenas de amor y esperanza compartiendo no solamente conmigo, sino con la Pata, mis dos hijos Esteban y Alejandra y todo el equipo humano que ha estado siempre soportándome a través de todos estos años. Fue un sueño hecho realidad.
Por eso cuando alguien se acerca a mi preguntándome, cómo hacer para ayudar, mi consejo siempre será el mismo: “Arranca hoy sin mirar a quien y sin esperar recibir nada a cambio. Puedes hacerlo con un niño, una niña, un anciano, un mendigo, un enfermo, un discapacitado o inclusive con un miembro de tu familia que necesite de tu apoyo. Lo importante es empezar a actuar inmediatamente, no quedarse en grandes proyectos, planeaciones y presupuestos, ya que un propósito sin acción es solo una ilusión”